lunes, junio 08, 2020

El elogio de la dificultad Por: Estanislao Zuleta.

La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiestan de una manera tan clara
como cuando se trata de imaginar la felicidad. Entonces comenzamos a inventar paraísos,
islas afortunadas, países de Cucaña. Una vida sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de
superación y sin muerte. Y por lo tanto también sin carencias y sin deseo: un océano de
mermelada sagrada, una eternidad de aburrición. Metas afortunadamente inalcanzables,
paraísos afortunadamente inexistentes.
Todas estas fantasías serían inocentes e inocuas, si no fuera porque constituyen el modelo
de nuestros propósitos y de nuestros anhelos en la vida práctica.
Aquí mismo, en los proyectos de la existencia cotidiana, más acá del reino de las mentiras
eternas, introducimos también el ideal tonto de la seguridad garantizada, de las
reconciliaciones totales, de las soluciones definitivas. Puede decirse que nuestro problema
no consiste ni principalmente en que no seamos capaces de conquistar lo que nos
proponemos, sino en aquello que nos proponemos; que nuestra desgracia no está tanto en
la frustración de nuestros deseos, como en la forma misma de desear.
Deseamos mal. En lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible,
que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin
sombras y sin peligros, un nido de amor y por lo tanto, en última instancia un retorno al
huevo. En vez de desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar
arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de
satisfacción, una monstruosa salacuna de abundancia pasivamente recibida. En lugar de
desear una filosofía llena de incógnitas y preguntas abiertas, queremos poseer una doctrina
global, capaz de dar cuenta de todo, revelada por espíritus que nunca han existido o por
caudillos que desgraciadamente sí han existido.

El otro, el enemigo
Adán y sobre todo Eva, tienen el mérito original de habernos liberado del paraíso, nuestro
pecado es que anhelamos regresar a él.
Desconfiemos de las mañanas radiantes en las que se inicia un reino milenario. Son muy
conocidos en la historia, desde la antigüedad hasta hoy, los horrores a los que pueden y suelen entregarse los partidos provistos de una verdad y de una meta absolutas, las iglesias
cuyos miembros han sido alcanzados por la gracia -por la desgracia - de alguna revelación.
El estudio de la vida social y de la vida personal nos enseña cuán próximos se encuentran
una de otro la idealización y el terror. La idealización del fin, de la meta y el terror de los
medios que procurarán su conquista.
Quienes de esta manera tratan de someter la realidad al ideal, entran inevitablemente en
una concepción paranoide de la verdad; en un sistema de pensamiento tal, que los que se
atrevieran a objetar algo quedan inmediatamente sometidos a la interpretación totalitaria: sus
argumentos no son argumentos, sino solamente síntomas de una naturaleza dañada o bien
máscaras de malignos propósitos.
En lugar de discutir un razonamiento se le reduce a un juicio de pertenencia al otro – y el
otro es, en este sistema, sinónimo de enemigo-, o se procede a un juicio de intenciones. Y
este sistema se desarrolla peligrosamente hasta el punto en que ya no solamente rechaza
toda oposición, sino también toda diferencia: el que no está conmigo está contra mí, y el que
no está completamente conmigo, no está conmigo. Así como hay, según Kant, un verdadero
abismo de la Razón que consiste en la petición de un fundamento último e incondicionado de
todas las cosas, así también hay un verdadero abismo de la Acción, que consiste en la
exigencia de una entrega total a la causa absoluta y concibe toda duda y toda crítica como
traición o como agresión.
Ahora sabemos por una amarga experiencia, que este abismo de la acción, con sus guerras
santas y sus orgías de fraternidad no es una característica exlusiva de ciertas épocas del
pasado o de civilizaciones atrasadas en el desarrollo científico y técnico; que puede
funcionar muy bien y desplegar todos sus efectos sin abolir una gran capacidad de inventiva
y una eficacia macabra. Sabemos que ningún origen filosóficamente elevado o
supuestamente divino inmuniza una doctrina contra el riesgo de caer en la interpretación
propia de la lógica paranoide que afirma un discurso particular - todos lo son - como la
designación misma de la realidad y los otros como ceguera o mentira.
El atractivo terrible que poseen las formaciones colectivas que se embriagan con la promesa
de una comunidad humana no problemática, basada en una palabra infalible, consiste en
que suprimen la indecisión y la duda, la necesidad de pensar por si mismo, otorgan a sus
miembros una identidad exaltada por participación, separan un interior bueno - el grupo - y
un exterior amenazador.

Ausencia de respeto.
Así como se ahorra sin duda la angustia, se distribuye mágicamente la ambivalencia en un amor por lo propio y un odio por lo extraño y se produce la más grande simplificación de la
vida, la más espantosa facilidad. Y cuando digo facilidad, no ignoro ni olvido que
precisamente este tipo de formaciones colectivas se caracterizan por una inaudita capacidad
de entrega y sacrificios; que sus miembros aceptan y desean el heroísmo, cuando no
aspiran a la palma del martirio.
Facilidad, sin embargo, porque lo que el hombre teme por encima de todo no es la muerte y
el sufrimiento, en los que tantas veces se refugia, sino la angustia que genera la necesidad
de ponerse en cuestión, de combinar el entusiasmo y la crítica, el amor y el respeto.
Un síntoma inequívoco de la dominación de las ideologías proféticas y de los grupos que las
generan o que someten a su lógica doctrinas que les fueron extrañas en su origen, es el
descrédito en que cae el concepto de respeto. No se quiere saber nada del respeto, ni de la
reciprocidad, ni de la vigencia de normas universales. Estos valores aparecen más bien
como males menores propios de un resignado escepticismo, como signos de que se ha
abdicado a las más caras esperanzas. Porque el respeto y las normas sólo adquieren
vigencia allí donde el amor, el entusiasmo, la entrega total a la gran misión, ya no pueden
aspirar a determinar las relaciones humanas. Y como el respeto es siempre el respeto a la
diferencia, sólo puede afirmarse allí donde ya no se cree que la diferencia pueda disolverse
en una comunidad exaltada, transparente y espontánea, o en una fusión amorosa.
No se puede respetar el pensamiento del otro, tomarlo seriamente en consideración,
someterlo a sus consecuencias, ejercer sobre él una crítica, válida también en principio para
el pensamiento propio, cuando se habla desde la verdad misma, cuando creemos que la
verdad habla por nuestra boca; porque entonces el pensamiento del otro sólo puede ser
error o mala fe; y el hecho mismo de su diferencia con nuestra verdad es prueba
contundente de su falsedad, sin que se requiera ninguna otra.
Nuestro saber es el mapa de la realidad y toda línea que se separe de él solo puede ser
imaginaria o algo peor: voluntariamente torcida por inconfesables intereses.
Desde la concepción apocalíptica de la historia, las normas y las leyes de cualquier tipo son
vistas como algo demasiado abstracto y mezquino frente a la gran tarea de realizar el ideal y
de encarnar la Promesa; y por lo tanto, sólo se reclaman y se valoran cuando ya no se cree
en la misión incondicionada.
Pero lo que ocurre cuando sobreviene la gran desidealización, no es generalmente que se
aprenda a valorar positivamente lo que tan alegremente se había desechado o estimado sólo
negativamente; lo que se produce entonces, casi siempre, es una verdadera ola de
pesimismo, escepticismo y realismo cínico. Se olvida entonces que la crítica a una sociedad
injusta, basada en la explotación y en la dominación de clase, era fundamentalmente correcta y que el combate por una organización social racional e igualitaria sigue siendo
necesaria y urgente. A la desidealización sucede el arribismo individualista, que además
piensa que ha superado toda moral por el sólo hecho de que ha abandonado toda esperanza
de una vida cualitativamente superior.


Lectura

Esencialismo y Circunstacialismo.
Lo más difícil, lo más importante, lo más necesario, lo que de todos modos hay que intentar,
es conservar la voluntad de luchar por una sociedad diferente sin caer en la interpretación
paranoide de la lucha. Lo difícil, pero también lo esencial es valorar positivamente el respeto
y la diferencia, no como un mal menor y un hecho inevitable, sino como lo que enriquece la
vida e impulsa la creación y el pensamiento, como aquello sin lo cual una imaginaria
comunidad de los justos cantaría el eterno hosana del aburrimiento satisfecho.
Hay que poner un gran signo de interrogación sobre el valor de lo fácil; no solamente sobre
sus consecuencias, sino sobre la cosa misma, sobre la predilección por todo aquello que no
exige de nosotros ninguna superación, ni nos pone en cuestión, ni nos obliga a desplegar
nuestras posibilidades.
Hay que observar con cuanta desgraciada frecuencia nos otorgamos a nosotros mismos, en
la vida personal y colectiva, la triste facilidad de ejercer lo que llamaré una no reciprocidad
lógica; es decir el empleo de un método explicativo completamente diferente cuando se trata
de dar cuenta de los problemas, los fracasos y los errores propios y los del otro cuando es
adversario o cuando disputamos con él.
En el caso del otro aplicamos el esencialismo: lo que ha hecho, lo que le ha pasado es una
manifestación de su ser más profundo; en nuestro caso aplicamos el circunstancialismo, de
manera que aún los mismos fenómenos se explican por las circunstancias adversas, por
alguna desgraciada coyuntura. El es así; yo me vi obligado. El cosechó lo que había
sembrado; yo no pude evitar este resultado. El Discurso del otro no es más que un síntoma
de sus particularidades, de su raza, de su sexo, de su neurosis, de sus intereses egoístas; el
mío es una simple constatación de los hechos y una deducción lógica de sus consecuencias.
Preferiríamos que nuestra causa se juzgue por los propósitos y la adversaria por los
resultados.
Y cuando de este modo nos empeñamos en ejercer esa no reciprocidad lógica que es
siempre una doble falsificación, no sólo irrespetamos al otro, sino también a nosotros
mismos, puesto que nos negamos a pensar efectivamente el proceso que estamos viviendo.
La difícil tarea de aplicar un mismo método explicativo y crítico a nuestra posición y a la
opuesta no significa desde luego que consideremos equivalentes las doctrinas, las metas y
los intereses de las personas, los partidos, las clases y las naciones en conflicto. Significa
por el contrario que tenemos suficiente confianza en la superioridad de la causa que
defendemos, como para estar seguros de que no necesita, ni le conviene esa doble
falsificación con la cual, en verdad, podría defenderse cualquier cosa.

La voz de Fausto.
En el carnaval de miseria y derroche propio del capitalismo tardío se oyen, a la vez lejanas y
urgentes, las voces de Goethe y Marx que nos convocaron a un trabajo creador, difícil,
capaz de situar al individuo concreto a la altura de las conquistas de la humanidad.
Dostoievski, nos enseñó a mirar hasta donde van las tentaciones de tener una fácil relación
interhumana: van no solo en el sentido de buscar el poder, ya que si no se puede lograr una
amistad respetuosa en una empresa común se produce lo que Bahro llama intereses
compensatorios: la búsqueda de amos, el deseo de ser vasallos, el anhelo de encontrar a
alguien que nos libere de una vez por todas del cuidado de que nuestra vida tenga un
sentido. Dostoievski entendió, hace más de un siglo, que la dificultad de nuestra liberación
procede de nuestro amor a las cadenas. Amamos las cadenas, los amos, las seguridades
porque nos evitan la angustia de la razón.
Pero en medio del pesimismo de nuestra época se sigue desarrollando el pensamiento
histórico, el sicoanálisis, la antropología, el marxismo, el arte y la literatura. En medio del
pesimismo de nuestra época surge la lucha de los proletarios que ya saben que un trabajo
insensato no se paga con nada, ni con automóviles ni con televisores; surge la rebelión
magnífica de las mujeres que no aceptan una situación de inferioridad a cambio de halagos y
protecciones; surge la insurrección desesperada de los jóvenes que no pueden aceptar el
destino que se les ha fabricado.
Este enfoque nuevo nos permite decir como Fausto:
"También esta noche, Tierra, permaneciste firme.
Y ahora renaces de nuevo a mi alrededor.
Y alientas otra vez en mí la aspiración de luchar sin descanso por una altísima existencia".
(Posiblemente sea la voz de Zuleta, leyendo su discurso cuando recibió el Honoris Causa, en la Universidad del Valle) 

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