Democracia y ética: el
republicanismo cívico de Hannah Arendt:
Jessica Baños Poo* La forma en que DEBE ser citado éste texto, aparecen abajo
RESUMEN
La reflexión normativa sobre la calidad cívica y ética de nuestras democracias es importante para generar una cultura política más acorde con los principios y valores democráticos, y que tienda, además, hacia actitudes y prácticas más solidarias y protectoras de los derechos humanos. Del pensamiento político de Hannah Arendt se recupera una concepción ética republicana para la mejora de la convivencia cívica y democrática en todos los entornos en los que nos desenvolvemos. Lo anterior, es relevante para la construcción de un tejido cívico democrático en las relaciones interpersonales, frente a un mundo caracterizado por relaciones de intereses económicos e individualistas entre los seres humanos.
Palabras clave:
teoría política ética republicanismo
cívico Hannah Arendt democracia
TEXTO COMPLETO
Introducción
Desde diferentes perspectivas
teóricas y filosóficas se ha insistido en la importancia del compromiso cívico
de los ciudadanos con la democracia, sus instituciones, principios y valores
para mejorar la calidad de la misma. Dentro de las corrientes políticas
contemporáneas como el liberalismo, el republicanismo ha formado parte de los
estudios sobre la participación política y la sociedad civil. Estas
investigaciones se han enfocado de distintas maneras en la necesidad de mejorar
las formas de participación y compromiso democrático de los ciudadanos como
condición para la estabilidad y la profundización de las democracias. Todas
estas tendencias conciben a la democracia liberal como la mejor forma de
organización, así como de convivencia política; en ellas se asume que es
perfectible o que enfrenta algunos desafíos propios de las culturas políticas
alrededor del mundo, y a la dinámica social y económica que promueve cambios de
una manera recurrente.
De esta forma, uno de los grandes
desafíos es precisamente la compaginación de la democracia en sociedades en
donde priva un particular interés por lo económico, como valor supremo, por
encima de otros valores no utilitarios pero también muy valiosos para la
ciudadanía democrática como la convivencia democrática, el desarrollo humano,
la libertad, la participación en la vida pública o el bien común (Skinner,
2008; Pettit,
1999; Sen, 1999; Habermas,
1998; Touraine,
1995).
Si en algo coinciden una gran
parte de las corrientes de pensamiento normativo contemporáneo en torno a la
democracia es en una preocupación compartida respecto a si una sociedad cuyos
ciudadanos se tienden a concentrar cada vez más en sus fines privados y
fundamentalmente económicos, es decir, una sociedad orientada por el
utilitarismo puede sentar las bases ciudadanas necesarias para la estabilidad y
el sostenimiento de una democracia a largo plazo. Les preocupa así proponer
alternativas de prácticas y formas de convivencia política para contrarrestar
estas tendencias (Nussbaum,
2010; Skinner,
2008; Pettit,
1999; Sen, 1999; Habermas,
1998; Touraine,
1995).
En este artículo se analizarán
algunas reflexiones extraídas del pensamiento político de Hannah Arendt en
torno a estos problemáticas para la mejora de las culturas cívicas democráticas.
La recuperación de su republicanismo cívico es una propuesta interesante para
comprender y reflexionar en torno a los problemas sociológicos asociados a la
construcción de ciudadanías y culturas cívicas en las democracias
contemporáneas, así como abrir líneas de pensamiento, reflexión y propuesta
hacia la mejora de la calidad de las mismas, especialmente en lo que concierne
a la convivencia democrática y el ethos cívico de una sociedad.
El principal objetivo es
contribuir al debate existente en la teoría democrática vinculado con la
construcción de culturas políticas cívicas plenamente respetuosas de los
derechos y de las libertades, así como de las instituciones y constituciones
que les dan plena vigencia y garantía. En este sentido, se recuperarán
algunas líneas del republicanismo cívico de Hannah Arendt con el fin de
analizar y proponer prácticas y virtudes cívicas que son necesarias en nuestras
sociedades para mejorar la calidad de las democracias, en el sentido de generar
culturas cívicas, más respetuosas de los derechos e instituciones democráticas.
Individualismo y ciudadanía en
las sociedades contemporáneas
Revista Ciudadanía Activa Enero 2017
Si bien la valoración de la individualidad y la autonomía individual fueron parte de la evolución de la modernidad que dio lugar a la aparición y protección de los derechos individuales, existen actualmente algunas formas en las que se presentan los comportamientos individualistas de las personas, que cuando no tienen límites marcados por las propias leyes y derechos, este individualismo, en lugar de ser positivo, supone un serio desafío para el respeto a los principios, derechos y libertades garantizados en las constituciones democráticas.
La afirmación de la persona
humana en el respeto a su individualidad, a su autonomía y la protección de los
derechos individuales surgió en oposición a las monarquías absolutas y los
despotismos que históricamente no observaban ningún límite en su capacidad de
dominación e interferencia sobre la integridad, el pensamiento, la vida y la
voluntad de las personas. Ello significaba otorgar a todas las personas, en
consideración a su humanidad, una misma dignidad, iguales derechos y
protecciones y la misma capacidad para la independencia de juicio, tanto en su
vida personal como en sus juicios políticos. Gracias a esta evolución fueron
desarrollándose leyes y garantías jurídicas a los derechos y las libertades
individuales hasta llegar al constitucionalismo de las democracias modernas,
cuyas bases se encuentran asentadas en estos principios y garantías.
Sin embargo, cuando el
individualismo y la dinámica de los intereses privados se manifiestan en sus
formas más extremas; cuando sucede un ensimismamiento en la vida privada y una desafección
y una renuncia hacia las responsabilidades de la ciudadanía; cuando los
intereses privados buscan adueñarse o se adueñan de las instituciones políticas
para sus propios fines, nos enfrentamos a uno de los problemas más serios para
generar condiciones de vida cívica y de condiciones necesarias para el respeto
de los derechos.
Durante el siglo xix, con la
Revolución Industrial, se desarrollaron las formas de producción capitalistas y
las economías modernas que implicaron organizar la vida social por medio
de la dinámica de la acumulación y del consumo. Ello determinó que las
sociedades fueran guiándose cada vez más por la preocupación en torno a las
necesidades y apetitos individuales, el surgimiento de los intereses privados y
la búsqueda de la riqueza y de la acumulación. Surgieron también las clases
sociales y cobró nueva y distinta relevancia la búsqueda por el ascenso en
el status social. A diferencia de la imposibilidad de movilidad
social que se experimentaba en las sociedades aristocráticas, las sociedades de
clases abrieron la posibilidad del ascenso social. Todo ello dio lugar también
al nacimiento de ciertas formas culturales, de ciertas formas de vida e,
incluso, de ciertas filosofías concentradas en la vida individual privada. El
mundo de lo privado fue convirtiéndose poco a poco en la parte más sustantiva
de la vida individual y pública, relegando la preocupación, participación y
responsabilidad de los ciudadanos por el mundo público e institucional.
En el inicio del siglo xxi,
los valores ligados al consumo desbocado o consumismo son prioritarios para las
sociedades actuales (Bauman,
2007). Existe un creciente individualismo cuyos comportamientos se
encuentran guiados por el afán de acumulación y de consumo, combinado con la
búsqueda por el ascenso en el status social, que caracterizan a muchas
de las prácticas y conductas en las sociedades contemporáneas conformando
formas culturales de vida ensimismadas en el mundo privado y alienadas del
mundo público. En los países de Latinoamérica, las instituciones son
trastocadas por los múltiples intereses privados y ahora también por los del
crimen organizado.
Cuando los ciudadanos actúan
únicamente en torno a sus intereses, ambiciones y fines privados con apatía y
desafección hacia los límites que impone la responsabilidad, el compromiso con
lo público, la legalidad, la convivencia cívica y las instituciones
democráticas tratamos con uno de los fenómenos sociales más riesgosos y más
difíciles de revertir, pero también de los más importantes de abordar para la
construcción de ciudadanía y de un mundo público guiado por los principios,
derechos e instituciones establecidos en las constituciones democráticas.
Este problema es abordado por
varias perspectivas contemporáneas en la teoría democrática. Para muchos
autores, la existencia de ciertas formas de comportamiento social caracterizado
por la desafección, el desinterés y la falta de preocupación de los ciudadanos
por lo público, así como por ciudadanos que no aprecian ni guían su actuar bajo
los valores, principios e instituciones fundamentales de las democracias
liberales es uno de los principales desafíos de las democracias actuales (Cohen
y Arato, 2000; Benhabib,
1999; Spitz,
1995; Skinner, 2003; Talisse, 2005; Kateb,
1992; Gutmann
y Thompson; 2004; Pettit,
1999; Phillips,
2000). Para muchas de estas perspectivas planteadas desde el liberalismo,
el neo-republicanismo y la democracia deliberativa, esta falta de interés y
compromiso de los ciudadanos y la excesiva presencia de los intereses privados
en la vida pública tienen fuertes repercusiones especialmente para la
construcción de sociedades con culturas políticas en las que sean respetados
los derechos y las libertades fundamentales. No es casualidad, por ello, que
uno de los temas centrales a discusión en el marco de la teoría democrática sea
la integración de los ciudadanos en torno a los valores, principios e
instituciones de la democracia y la creación de cultura políticas cívicas y
respetuosas de los derechos humanos.
Los riesgos de la hegemonía de lo
económico y lo social en la esfera política
Para aportar en este debate sobre la construcción de ciudadanía democrática, la teoría de Hannah Arendt es sumamente pertinente. En La condición humana, Hannah Arendt realizó un análisis inusual que ha sido poco estudiado acerca de los riesgos asociados a la excesiva presencia de los intereses privados en la vida pública. Sus tesis señalan que el excesivo enquistamiento de los intereses privados en las instituciones y lo que ella denomina “la cuestión social”, que es la irrupción de lo social y lo económico en la vida pública y sus instituciones puede resquebrajar sus bases institucionales al no articular a éstas en torno a derechos, libertades y leyes, sino en torno a otro tipo de consideraciones económicas, sociales o ideológicas (hc: 1958, pp. 38-78). La irrupción de los contenidos económicos en la vida pública y el consiguiente desplazamiento de la política y sus objetivos fundamentales, la libertad y los derechos, por cuestiones económicas e intereses privados, de acuerdo con Arendt, serían un latente riesgo para las instituciones democráticas, pues la política y la convivencia democrática suele perder de vista que el objetivo fundamental de estas instituciones es la protección de los derechos (hc: 1958, pp. 38-78).
Ahora bien, una de las tendencias
que se observan en las sociedades caracterizadas por un excesivo
ensimismamiento en la persona individual y la desafección hacia el mundo
público, es la huida de las responsabilidades de la ciudadanía por otras
preocupaciones más superfluas y conformistas del mundo individual y económico
que no favorecen las actitudes y prácticas democráticas, respetuosas y
participativas (Canovan,
1992; Pitkin,
1998).
Como señalan Hanna Pitkin y
Margaret Canovan, no es casualidad que Arendt haya iniciado La condición
humana con el análisis de la labor y el trabajo para argumentar que el ser
humano en el marco de la priorización por lo económico ha ido acometiendo una
transformación de sus formas de ver el mundo —y por consiguiente de sus
valores— centrándose en sus necesidades y llegando incluso a aplastar los
derechos de los demás, con tal de conseguir sus objetivos (Pitkin,
1998; Canovan,
1992). En este sentido, su análisis del homo faber sería
determinante para comprender la existencia de ciertas visiones excesivamente
individualistas que son capaces de instrumentalizar a las personas, muy
asociada a la lógica de medios y fines económicos, que con tal de obtener un
objetivo a cualquier precio se es capaz de ir contra los derechos de otras
personas y que también impone una vida conflictiva y violenta. Arendt asocia
con violencia tratar a las personas como medios útiles para nuestros propios
fines, en vez de como fines en sí mismos. En cambio, si las personas quieren
ser libres deben renunciar a un tipo de soberanía mecanicista cuando hay la
búsqueda de imponerse sobre otras personas o sobre las instituciones para
conseguir objetivos individuales (hc,
1958, pp. 202, 244; wf,
1960: 165).
Vinculada con esta tendencia
hacia formas de individualismo no ciudadano, otra cuestión social y cultural de
nuestras sociedades contemporáneas que Arendt señala de manera crítica en sus
obras Rahel Varnhagen y en Eichmann en Jerusalén es la
búsqueda del status a cualquier precio por parte de muchos
individuos. En ámbitos donde priva la competencia sobre la colaboración y el
respeto mutuo y las jerarquías sobre las relaciones entre pares, se promueven
valores aristocráticos, caracterizados por la deferencia, la jerarquía, la
obsesión por el status social, cargado de hipocresía, vicios y
prejuicios que suelen homogeneizar y normalizar el comportamiento humano bajo
una serie de parámetros autoritarios y discriminatorios respecto a lo que se
considera lo aceptable o no aceptable.
Así, la teoría de Arendt nos
enseña que la fuerte presencia de los intereses y cuestiones económicas en la
vida política y las instituciones, así como el creciente individualismo y
desafección hacia lo público y la política, pueden condicionar la calidad y los
fines de la cultura política y del funcionamiento de las instituciones
democráticas, ya que estas formas de organización, de consumo y de vida
dificultan el surgimiento de un compromiso ciudadano que cuando sea necesario
sea capaz de dejar de lado su excesivo individualismo hacia los valores de la
responsabilidad, el reconocimiento de los derechos, el aprecio por la diversidad,
la igualdad de ciudadanía y la democracia, la agencia social y el compromiso
político.
El republicanismo cívico
Analizo así muchos de los
elementos presentes en la tradición histórica y del pensamiento político
occidentales que consideraba que estaban en los orígenes de fenómenos
totalitarios y elaboró una teoría política que pretendía recuperar las mejores
tradiciones del pensamiento occidental para sentar nuevas bases para la
política y el pensamiento político dirigidos hacia la construcción de formas de
organización y de convivencia política que permitan la libertad y la pluralidad
y que resguarden los derechos y las formas de gobierno democráticas.
Gran parte de sus reflexiones
desembocaron en analizar los hábitos y costumbres —el ethos— de las formas
de vida colectivas contemporáneas y contrastarlas con la necesidad de crear
hábitos y costumbres cívicos y democráticos en los distintos espacios y
entornos de convivencia en los que participamos en nuestras vidas,
particularmente aquellos que tienen relevancia y consecuencias políticas.
Una noción que concentra muchos
de esos hábitos y formas de vida tienen que ver con las visiones más
soberanistas respecto a la libertad individual, que muy extendidamente y
sustentada en algunas ideas de principios de la modernidad llega a entenderse
como la libertad de imponerse aun aplastando los derechos de los demás, sin
miramientos a las consecuencias de los propios actos o los fines propios de las
instituciones políticas.
Para Arendt, las sociedades modernas con las inseguridades del mundo del empleo, las presiones por el status social, la búsqueda del poder, la focalización del ser en sus necesidades económicas, más que en las políticas y cívicas, han engendrado costumbres de soberanía extrema y alienación de la política. Los ciudadanos no son impulsados a pensar por sí mismos, al pensamiento crítico y a participar y preocuparse por las consecuencias de sus actos sobre los derechos de los demás y sobre la vida pública y el bien común. Al contrario, las costumbres asociadas a una sociedad de empleados de instituciones caracterizadas por jerarquías serán las de la obediencia acrítica hacia la autoridad, el acomodamiento a cualquier precio, el individualismo egoísta.
Inició así una teoría política de
tipo republicano en la cual existe una reflexión especialmente preocupada por
las relaciones, prácticas y hábitos ciudadanos que permiten el cuidado de los
derechos humanos, de la libertad y de las instituciones republicanas que lo
hacen posible. Una de sus aportaciones fue demostrar que los derechos y la
igualdad de ciudadanía no son cuestiones que se resuelvan con su
establecimiento formal, sino que se construyen y se reconstruyen también en la
convivencia: “No nacemos iguales, sino que nos convertimos en iguales como
miembros de un grupo por la fuerza de la decisión de garantizarnos mutuamente
iguales derechos” (ot3: 301).
Así, de su pensamiento puede
extraerse la obligación moral de los ciudadanos por sostener una comunidad
política capaz de hacer posibles los derechos (Michaelmann,
1996), ya que éstos son un producto social basado en la aceptación y el
reconocimiento cotidiano en las actitudes y prácticas de respeto hacia la
igualdad de derechos y libertades de todos (ot3: 301).
Su comprensión de la disolución
de las instituciones a través del totalitarismo, llevó a esta autora a
centrarse en la importancia de visualizar las formas de gobierno no sólo como
formas institucionales, sino como resultado de las relaciones políticas que se
establecen entre los ciudadanos. Siguiendo a Montesquieu, mientras que una forma
de gobierno autoritaria o totalitaria se asienta en una cultura del miedo y la
jerarquía, una forma republicana de gobierno requiere una cultura cívica capaz
de dar reconocimiento activo a los derechos, libertades y garantías
establecidas en las constituciones democráticas, reflejada en las propias
prácticas e interrelaciones ciudadanas cotidianas y en la convivencia social y
política (kmt: III).
Por esta razón, Arendt centra sus
investigaciones en la recuperación del significado del ejercicio de la ciudadanía
bajo el ejercicio real de la igualdad de libertad política y vincula esta
reflexión con la caracterización de una vida colectiva o de un tejido social
cívico (Giner,
2006).
La política y el espacio público:
la experiencia de los griegos
De la experiencia de los griegos, Arendt retomó la importancia de entender la libertad en un sentido más político y menos privado. Se entiende la libertad particularmente como libertad política, en un sentido tanto griego como ilustrado, vinculada a la participación en lo público, al pensamiento libre, la independencia de criterio y la autonomía, así como participar y disentir libremente mediante argumentos y razones.
Para Arendt, la ciudadanía debía
ser, en primer término, la facultad de la persona para aparecer y deliberar en
torno a la construcción de un mundo más humanizado en el sentido humanista del
término. Esta autora retoma la visión aristotélica de que el logos (razón y
palabra) es una capacidad sólo otorgada al ser humano para discutir sobre lo
político y la humanización democrática de nuestras sociedades: preguntarse
sobre lo justo e injusto, lo conveniente y lo dañino o la dominación y la
violencia. Para Aristóteles dentro de nuestras mejores capacidades políticas
estaría la posibilidad de construir un mundo que se humaniza, asimismo, a
través de la ciudadanía y de la deliberación (Política: 1253a). En oposición a
ella, aquellos que no participan en la construcción política de un mundo más
humanizado, son considerados esclavos privados de la facultad para alzar la voz
en el espacio público, disentir y argumentar (Política, 1575a y 1575b; hc:
27).
Así, en el pensamiento de Arendt
está presente la idea aristotélica de que el ejercicio de la libertad política
sucede cuando nos insertamos en el espacio público por medio del lenguaje, de
la razón y de la acción, sin ser dominados ni pretender dominar, y guiados por
el principio de humanización del mundo. A través de la palabra, el ser humano
accede a un nivel superior de dignidad construyendo una relación especial con
otros seres humanos al deliberar entre iguales acerca de la construcción de un
mundo más humano y excelente.
Arendt retoma dos significados de
la libertad política en la democracia ateniense: isonomía e isegoría.
La primera de ellas, la isonomía, significaba el mismo derecho a la
ciudadanía, la igualdad de derechos políticos y el derecho a una vida política
donde los ciudadanos viven juntos en condiciones de no dominación; mientras que
la isegoría consistía en la libertad para expresar las opiniones, el
derecho a escuchar las opiniones de los demás y ser asimismo escuchado (Hansen,
1991). Por ello, la combinación de ambas nociones de libertad significaban
una vida con libertad de palabra, expresión y persuasión y en donde la
argumentación y no la dominación es lo que constituye el contenido de las
relaciones políticas (qp: 70).
En este sentido, el espacio
público es considerado como un espacio privilegiado para la participación de
los ciudadanos con criterio propio e independiente ejerciendo la voz para
compartir o disentir mediante argumentos y razones, sin exclusiones de ningún
tipo, y sin ser dominado o coercionado por ejercer los derechos y participar.
La importancia del espacio público es que puede permitir la igualación
artificial —convencional— de las personas cuando se da el derecho a la
inclusión de las diferentes voces y visiones que existen en la sociedad y es a
través de esta participación que pueden transformarse las realidades de
obstrucción a la libertad o de dominación.
Arendt, Tocqueville y Montesquieu
Tras vivir el totalitarismo nazi, Arendt argumentaba que uno de los grandes desafíos de las democracias era contar con ciudadanos que, en el marco de la libertad, se responsabilizaran por sustentar una ética pública que diera contenido y sustancia a los derechos e instituciones democráticas. En sus reflexiones en torno a estas cuestiones, retomó el pensamiento republicano de Tocqueville y Montesquieu, particularmente para discutir la relación entre la moral y la ética pública y la garantía de la libertad política. Como gran parte de la filosofía ilustrada del siglo xviii, ambos autores guiaron sus reflexiones sobre la centralísima importancia del ejercicio continuado de la libertad política como sostén de la forma de gobierno republicana, su base misma y su razón de ser. Vinculaban, además, la importancia del ejercicio de la ciudadanía y la protección de las libertades políticas con la naturaleza de la vida colectiva.
En La Democracia en América,
Tocqueville sostenía que un ejercicio continuado y extenso de la libertad
política e, incluso, cierta tendencia agonista de las democracias, permitían
contrarrestar los hábitos de homogeneización y conformismo que produce la
igualdad de condiciones de las sociedades democráticas modernas.
Con este autor, Arendt compartió
la importancia del pensamiento libre y del criterio propio, de su expresión y
de la capacidad de asociarse de los ciudadanos como barreras contra las
tendencias niveladoras de la sociedad y el despotismo. El individualismo, el
egoísmo,1 la
vida en el aislamiento de lo público y la indiferencia ante los demás.
Todas estas cuestiones eran para Tocqueville las mayores garantías para la
persistencia del despotismo y el servilismo en las sociedades modernas.
La libertad política y la
participación en el espacio público por medio del ejercicio de la expresión a
través del discurso y la asociación política, así como un espacio agonístico
resultado de un ejercicio extenso de la libertad política, si bien perturbaban
de vez en cuando al Estado, eran favorables para cultivar hábitos de
moderación, enseñando a las personas el equilibrio entre sus intereses privados
y la vida pública y generando sentimientos de interdependencia, racionalidad,
reciprocidad y ayuda mutua. Por estas razones Tocqueville consideraba que un
espacio público con discusión, disenso y deliberación es una de las
herramientas democráticas principales para fomentar la existencia de virtudes
cívicas fundamentales (Tocque-ville,
2002: 134-137; 152 y 155; Reinhardt:
1997).
Frente a las tendencias de las
democracias modernas hacia el individualismo, la homogeneización, la
normalización y el conformismo, Arendt recupera del pensamiento de Tocqueville
que consideraba que “sólo había un remedio eficaz: la libertad política” (2002:
138); es decir, estas tendencias solamente podían disminuir mediante un espacio
público cargado de ciudadanos dispuestos a alzar la voz y a asociarse con
criterio propio e independencia política. Sería ese espacio público libre y
democrático, teniendo garantizadas las libertades de reunión, expresión y
prensa, que conducía hacia cierta tendencia a la agonía, una de las principales
manifestaciones de la salud de la vida democrática, capaz de revertir los
despotismos del mundo moderno.
En paralelo, la participación por
medio de asociaciones, en la prensa y en los gobiernos locales puede generar
lazos comunes entre las personas que contrarresten el individualismo, pues los
hábitos de participación y ciudadanía hacen comprender a las personas su
necesidad mutua. Por estas razones, Tocqueville consideraba que el asociacionismo
y la politización constante de temas y problemas políticos y su deliberación
eran las mejores armas contra la tiranía, generando virtudes cívicas en los
ciudadanos como la independencia de juicio político y la participación activa
en los asuntos públicos (2002:134-146).
Otro de los grandes referentes
para la construcción del republicanismo cívico de Arendt, lo constituye la
recuperación del pensamiento de Montesquieu, al cual esta autora vuelve
una y otra vez a lo largo de su obra para argumentar la importancia de los
hábitos y las costumbres para dar vida a las distintas formas de gobierno.
Arendt sostenía que Montesquieu había actualizado los conocimientos de la antigüedad sobre la ética asociada con la realización y el contenido de las formas de gobierno demostrando que son las prácticas y costumbres en las formas de convivencia entre las personas lo que hace posibles las las leyes y son la realidad y sustancia de una forma de gobierno. Montesquieu rescató el significado griego de las leyes y las instituciones como νοµοσ que refiere a su significado convencional, artificial, cultural, construido por los seres humanos y modificables por las personas y sus comportamientos. En este sentido, las leyes son “las relaciones que existen entre las leyes mismas y los diferentes seres, así como las que median entre esos diferentes seres” (1992: III), acentuando la relación política establecida entre las diferentes personas para hacer posible la vigencia real de la mis-mas. De manera que esta cultura política es tan importante para la vigen-cia de las leyes y los objetivos institucionales como el establecimiento de las leyes y la estructura institucional en sí misma (1992: III).
Identificó, así, tres principios
que subyacen al carácter de las personas que se corresponden con las diferentes
formas de gobierno. El carácter de las personas refiere a ciertas actitudes y
disposiciones culturales y psicológicas que mueven las acciones de las personas
y que impactan la vida pública e institucional. En las repúblicas, el principio
de la acción política debe ser la virtud, que él define como una disposición
cultural, psicológica y de carácter motivada por el aprecio por la igualdad de
ciudadanía; en las monarquías ese mismo principio sería el honor, al que lo
mueve la pasión psicológica por la distinción; mientras que en los despotismos,
autoritarismos y totalitarismos el principio que domina las acciones y los
caracteres sería el temor y el miedo (1992: iii y v).
Esta identificación de los
principios culturales o psicológicos que se encontrarían detrás de las
actitudes, prácticas y motivaciones de las acciones de las personas es lo que
más estudió Arendt del pensamiento de Montesquieu, utilizando frecuentemente
esas ideas para describir los hábitos de convivencia consustanciales a las
diferentes formas de gobierno. Estas ideas demostraban que una forma de
gobierno equivale a una actualización de las relaciones políticas y de
convivencia de una sociedad, siendo las instituciones las cristalizaciones
resultado de las complejas formas de convivencia entre quienes comparten la red
de relaciones cívicas que constituyen la comunidad política (kmt: 303).
Así, con la adopción de estas
ideas de Montesquieu, Arendt argumenta que una cultura que sostiene
adecuadamente las instituciones democráticas, es una cultura política
igualitaria en el reconocimiento a los derechos humanos y la igualdad de
derechos de las personas mediante prácticas, conductas, hábitos y costumbres
reales de convivencia. Estas serían virtudes cívicas manifiestas en el actuar
cotidiano que involucren disposiciones psicológicas y culturales profundas
comprometidas con respetar la igualdad de libertad y de derechos de sus
conciudadanos, a los que entiende como pares. En otras palabras, una cultura
política republicana, igualitaria en sus formas de relación y de convivencia,
se establece no sólo adquiriendo la importancia del compromiso con la igualdad
política —de derechos y de ciudadanía— sino cuando los ciudadanos asumen su
relevancia y se aprecia como un valor importante que guía sus hábitos y
costumbre de interrelación y de convivencia (ot3: II. 9; ont: 331 y
ss.; qp: 134 y ss.).
En este sentido, el soporte de
una forma de gobierno republicana es la identificación de los ciudadanos y el
consiguiente reflejo en sus actitudes y costumbres de un respeto por las leyes
de la República comprometidas con respetar la igualdad de ciudadanía, de
libertad y de derechos de los conciudadanos. El gobierno republicano es más
sustantivo cuando los ciudadanos guían sus acciones políticas mediante una
disposición psicológica hacia la igualdad de ciudadanía y libertad de cada
quien y hacia el respeto a los espacios de derechos y libertades de
todos: la misma igualdad de los demás a tener un espacio de derechos y de
libertades.
De ahí que sociedades protectoras
de los derechos exijan la existencia de un tejido cívico que otorgue vigencia a
los derechos y libertades democráticas, que se manifiesta cuando los ciudadanos
se encuentran habituados en todas las relaciones de convivencia políticas hacia
el respeto a ese espacio de derechos y libertades, así como hacia la igualdad
de todos en el acceso a dichos derechos. Así, un tejido cívico sustantivo
significa la existencia de hábitos, actitudes y prácticas democráticas que
siguen el principio republicano de igualdad de libertad y de derechos de los
ciudadanos. En resumen, cuando los hábitos cívicos y republicanos se convierten
en hábitos y formas de convivencia política reales, conforman el tejido social
cívico de un Estado de Derecho constitucional democrático protector de los
derechos humanos.
Arendt retoma la diferencia
antigua entre República y Democracia, en la que antiguos como Aristóteles
preferían la República o Politéia a la Democracia de Asamblea, pues
éstas referían a gobiernos regulados por leyes y no por seres humanos o incluso
asambleas o mayorías democráticas, que un momento dado pueden excederse y
violar derechos individuales. La República retoma entonces esa preocupación,
porque sobre la legalidad no esté ninguna decisión arbitraria, incluso de la
democracia misma, y hace necesaria la construcción de una seria cultura de la
legalidad.
Así, esta noción sobre las leyes que Arendt retoma de Montesquieu tiene también que ver con una noción de tipo espacial vinculada con la idea de agencia. Su significado refiere al espacio para el despliegue de las libertades de cada quien, restringida únicamente por el espacio para el despliegue de sus derechos al que tienen derecho todas las otras personas. Las leyes, proveen el espacio vivo para la libertad de cada individuo… circunscriben el espacio para el desenvolvimiento de cada uno de nuestros destinos individuales,… son fronteras que permiten a las personas moverse entre ellas y erigen canales y fronteras de comunicación entre quienes viven juntos y actúan en concierto” (ON, 334 y ss.; KMT: III).
En este sentido, la noción
espacial de la legalidad implica hacer conciencia de que tenemos la
responsabilidad de hacernos cargo de la defensa de nuestros propios derechos y
de los derechos de los demás, construyendo culturas de la legalidad y
convivencia democrática regulada por leyes y derechos.
Sin duda, la visión sobre el
poder y las instituciones en la teoría de Arendt son lo contrario a violencia,
coerción, sumisión u obediencia. Para ella, estas visiones sobre la libertad
política y el constitucionalismo republicano estaban detrás de las tradiciones
revolucionarias de los siglos xviiy xviii, pensando en que la legalidad
pusiera un límite al gobierno y la dominación de unos hombres sobre otros (ov:
139). Lo anterior, combinado con un sistema judicial robusto, generaría una
sociedad comprometidamente protectora con los derechos humanos.
Una vida republicana en este
sentido debe construir las disposiciones psicológicas y de carácter en sus
ciudadanos para respetar los espacios de derechos y libertades sin distinciones
arbitrarias, aprender que esos derechos sólo surgen de nuestras interrelaciones
sociales y de convivencia cotidiana para su vigencia y preservación.
Republicanismo, ética y derechos
humanos
Tras vivir y analizar la
experiencia del totalitarismo, Arendt defendía la idea de que todo ser
humano tiene “el derecho a tener derechos”, un razonamiento que cobra
relevancia no sólo como respuesta a la condición de los apátridas, sino como
respuesta a la protección y la garantía de los derechos para cualquier
ciudadano de una comunidad política que presume ser un régimen
constitucional-democrático. La condición de apátrida no sólo significa la
privación de un hogar, sino la pérdida de derechos a partir de la pérdida
del status político de ciudadanía. Significa privar a cierto grupo de
personas de que se escuche su voz y se puedan ejercer sus plenos derechos de
ciudadanía. Siguiendo a Jeffrey Isaac, es también un atentado contra la
dignidad humana en tanto atenta contra la capacidad de cada quien para ser un
agente moral y político, disfrutando seguridad y libertad entre los
conciudadanos, experimentando el mutuo reconocimiento que solo la ciudadanía
confiere (Isaac,
1996: 63).
En ese sentido, la garantía del “derecho
a tener derechos” depende de la existencia no sólo de leyes que protejan
el status de la ciudadanía con sus libertades de pensamiento,
expresión, reunión y asociación, sino también, y de igual importancia, sería la
pertenencia a una comunidad política conformada por un espacio público
constituido por un conjunto de redes de ciudadanos cuyos hábitos y costumbres
cívicas den lugar a la conformación de un tejido cívico capaz de dar protección
y garantía al ejercicio de esos derechos. De ese derecho a las libertades
políticas fundamentales asociadas a la ciudadanía dependería la defensa del
ciudadano frente a la conculcación de cualquier otro derecho.
Una de las más importantes
afirmaciones del pensamiento de Arendt es que no nacemos iguales, sino que nos
convertimos en iguales y pares como miembros de un grupo por un esfuerzo humano
deliberado del propio grupo o comunidad por garantizarse mutuamente iguales
derechos (ot3: 301).
De tal manera, a partir del
pensamiento de Arendt podemos concluir que para mejorar la calidad de la
democracia en el sentido de generar sociedades más protectoras de los derechos,
se deben considerar tres importantes dimensiones. La primera sería la
existencia de una constitución democrática que garantice los derechos y
libertades fundamentales de todos los ciudadanos, sin distinciones de raza,
sexo, clase o cualquier otro elemento arbitrario. En segundo lugar, la
conformación de una cultura política que se conduzca bajo los principios de los
derechos humanos en sus hábitos y costumbres cotidianos de convivencia, de modo
que la constitución se convierta en una existencia real como forma de gobierno
y convivencia de toda la comunidad. En tercer lugar, la existencia de un
espacio público conformado por una red de redes de ciudadanos que no sólo actúan
en sus hábitos y costumbres respetando el espacio de derechos y libertades de
todos, sino que también son capaces de alzar la voz frente a cualquier abuso o
intento de dominación tanto sobre los propios derechos como de terceros.
De modo que la garantía de los
derechos es más sustantiva cuando la diversidad y pluralidad de los ciudadanos
de una comunidad coincide en la importancia de la igualdad de libertad política
y de derechos de todos y se compromete con el reconocimiento activo de estos
derechos, sin que este status se encuentre condicionado por
cuestiones relacionadas con lazos personales, privilegios, posición
económica, status social, poder económico o político, opinión
política, preferencias sexuales, o cualquier otra condición de las personas. En
palabras de la propia Arendt:
la esfera pública está basada en
la ley de la igualdad… La igualdad, en contraste con todo lo que está implicado
en la simple existencia, no nos es otorgada, sino que es el resultado de la
organización humana, en tanto que resulta guiada por el principio de la
justicia. No nacemos iguales; llegamos a ser iguales como miembros de un grupo
por la fuerza de nuestra decisión de concedernos mutuamente derechos iguales.
Nuestra vida política descansa en la presunción de que podemos producir la
igualdad a través de la organización, porque el hombre puede actuar en un mundo
común, cambiarlo y construirlo, junto con sus iguales y sólo con sus iguales
(OT3: 301).
Por eso, el principio que debe guiar las relaciones políticas, siguiendo a Arendt, es el principio republicano del respeto a la igualdad de dignidad, de libertad y de derechos, que tendría como resultado la posibilidad de establecer relaciones políticas basadas en el respeto, el reconocimiento mutuo y la deliberación de las diferencias. En todas las relaciones de convivencia mostrar las disposiciones psicológicas hacia el respeto al espacio de derechos y libertades de todos, y particularmente hacia el respeto a la libertad de opinión, que debido a nuestra pluralidad universal conducirá necesariamente hacia la pluralidad y la multiplicidad de opiniones.
La construcción de la comunidad política coincide así con la construcción de un espacio público que por medio de las leyes y hábitos y costumbres de los ciudadanos garantiza la libertad, la pluralidad y los derechos, así como acepta la libertad de cada quien para expresarse libremente y que sus acciones sean tomadas en cuenta. Implica también un consenso social en torno a los principios, derechos e instituciones constitucionales que permiten y protegen esa libertad y esa pluralidad. En términos de Montesquieu significaría realizar la forma de gobierno republicana, como una forma de gobierno real a lo largo de todas las relaciones de convivencia entre ciudadanos y entre ciudadanos y gobernantes.
George Kateb sintetiza muy bien
la idea acerca de la preservación del constitucionalismo en el pensamiento de
Arendt, especialmente de las libertades de pensamiento y expresión, que
estarían vinculados con la preservación de la propia democracia representativa.
Esto sería el resultado de un contrato social en donde el consenso
correctamente otorgado es hacia una constitución y el contenido moral del
consenso es también una constitución que garantiza el imperio de la ley, el
derecho al disenso y la plena aceptación de los derechos y las libertades de
todos los ciudadanos, que deben ejercer activamente en sus prácticas cotidianas
(Kateb,
1983: 134 y ss).
El gobierno republicano se
constituye así en torno al consenso de los ciudadanos sobre una serie de
instituciones y procedimientos democráticos que protegen la libertad, los
derechos y la pluralidad conjuntamente con un espacio público que le da pleno
contenido y garantía. En resumen, los derechos no son verdades auto-evidentes,
son el resultado de un espacio público vivo y, en ocasiones, agonístico
constituido por ciudadanos que muestran las costumbres y prácticas cívicas
conformes a su protección.
Ética, responsabilidad y juicio
político
Junto a sus obras de teoría política, Arendt elaboró una filosofía ética o moral que atañe a la importancia de la responsabilidad, el pensamiento crítico y el juicio político en un intento de proponer una filosofía humanista, laica y secular para la prevención del daño, la violencia o consecuencias negativas en el ejercicio de la acción y la libertad (lm, 1978; lkpp, 1982; rj, 1971). Para nuestra autora, era necesario comprender y renovar un discurso ético basado en los principios de la Ilustración, que así como considerara un sano escepticismo frente a los excesos de la modernidad discutidos en la teoría crítica del siglo xx, de las ideologías y de la imposición de absolutos en política, no renunciara a una visión humanista y a los valores ilustrados de fraternidad y solidaridad necesarios para dar rumbo a la cohesión social de las democracias pluralistas contemporáneas.
Así, su propuesta filosófica
propone una actitud de duda moderna e ilustrada frente a la fe y las creencias,
así como una apertura constante de la mente a someterse a la razón práctica y
la revisión de las creencias, categorías y opiniones propias para evitar
actitudes dogmáticas que no son propias ya de las sociedades plurales y que
incluso se contraponen al pluralismo. Es, en cambio, una invitación a la duda
reflexiva, a la examinación personal entre la congruencia de los valores
que sostenemos y los hábitos y prácticas que llevamos a cabo y al aprendizaje
de la vida respetando y sabiendo aprender de la pluralidad humana.
Las verdades absolutas en
política son contrarias a un mundo secular, laico y plural, pues imponen
cuestiones trascendentes a la propia acción, diversidad y contingencia humana.
En un mundo secular, laico y plural sólo pueden existir una diversidad de
opiniones (or: 46-47), y sería justamente el volver a la importancia del
respeto a la validez de las distintas opiniones lo que nos hace reconocer y
reconciliarnos con la pluralidad de la condición humana2 (up:
310).
En este sentido, para Arendt, el
ejercicio de la responsabilidad implica, en primer lugar, una comprensión del
mundo en su realidad y su pluralidad, no huyendo de él por medio de discursos
ideológicos o metafísicos, sino a través de un tipo de pensamiento siempre
abierto hacia la duda acerca de nuestras verdades y creencias, la
auto-examinación personal, la disposición a participar en deliberaciones y
ejercicios de razón práctica y la revisión de los propios hábitos, puntos de
vista y valores.
La introducción en política de
verdades absolutas tanto ideológicas como religiosas conduce al terreno del
adoctrinamiento, no al de la comprensión. Introduce un elemento de obediencia
en la esfera pública al que se pide el sometimiento colectivo, a costa de la
pluralidad y la espontaneidad humanas, que se encuentran asociadas con
cualquier ejercicio de la libertad (up: 310). Por otro lado, las ideologías
entendidas como verdades absolutas nos vuelven insensibles a la realidad de las
personas, negando su particularidad y su pluralidad. Quien detenta un
pensamiento ideológico dogmático es incapaz de aceptar que otras personas
muestren sus diferencias específicas. Toda diferencia de opinión o de punto de
vista se concibe como ofensa y enemistad. Por ello, la pretensión de imponer un
tipo de pensamiento al mundo lleva siempre al adoctrinamiento y a la violencia
para someter a la realidad y a la pluralidad.
Este tipo de pensamiento
dogmático no permite actitudes y prácticas cívicas, ni tolerantes, y por ello
impide a las personas el ejercicio de un juicio político razonado. De Kant,
Arendt toma la idea del juicio político como una de las virtudes principales de
un ciudadano democrático que implica aprender a valorar nuestro punto de vista
en relación con los puntos de vista de otras personas, para ampliar nuestra
conciencia y comprender el bien común en una sociedad pluralista.
Las ideologías pueden atrofiar el
sentido de realidad del mundo cuando sus defensores no son sensibles a lo que
sucede en él, ni a las evidencias de un mundo con una condición humana plural y
que se guían por normas preestablecidas. En cambio, cuando permanecemos atentos
a escuchar distintas opiniones y a observar el impacto de la realidad y la
pluralidad sobre nuestro pensamiento, se abre la posibilidad de realizar un
proceso de revisión, auto-examinación y auto-crítica con nosotros mismos. A ese
proceso Hannah Arendt lo llamaba juicio político.
El juicio político está vinculado
entonces con el diálogo que se establece entre uno y uno mismo y que se
encuentra en la base de la facultad de la conciencia (lm: 186-191). La
participación y el diálogo con el mundo de la realidad y con un debate plural
en el espacio público (la participación en la razón práctica) produce un
diálogo entre el sí y el sí mismo, desatando la auto-examinación y el
pensamiento. Conciencia y pensamiento no serían lo mismo, pero sin la primera
el pensamiento no sería posible (lm: 186-191; tmc: 184-185). Junto con
estas facultades va relacionada también la capacidad para escuchar y la
conciencia de falibilidad, competencias políticas esenciales para la
convivencia política plural y tolerante.
Así, el juicio político nos
requeriría de la responsabilidad para entender puntos de vista con los que no
congeniamos, de un esfuerzo por comprender los razonamientos de los puntos de
vista contrarios a los nuestros y representarlos y sopesarlos en nuestro
intelecto, por medio de un acto de imaginación. Esto produciría una ejercicio
de mentalidad ampliada que abre la mente a la sensibilidad necesaria para la
comprensión de que las personas somos diferentes y que cada una tendrá un punto
de vista particular sobre las cosas o cuestiones; así también que la
comprensión de los argumentos y razonamientos ajenos a los nuestros nos
proporcionan aprendizajes que nos enriquecen como personas, ampliando nuestra
sensibilidad y nuestra conciencia hacia lo humano (lm: 76 y 92; lkpp:
36-42).
Por ello, Kant relacionaba la
facultad de pensamiento y la responsabilidad con la participación en el uso
público de la razón. El pensamiento crítico no sólo se utiliza para revisar los
dogmas, doctrinas, prejuicios y tradiciones de la sociedad, sino también debe
ser aplicado hacia el propio pensamiento, actitudes y valores. No se trata de
adoptar los puntos de vista ajenos, sino desligarnos de los juicios previos e
intereses que tenemos en el mundo posibilitando un razonamiento con
imparcialidad, apertura y compromiso con las personas en su diversidad (lkpp:
42).
Por eso, los derechos a la libre
expresión y la participación en el uso público de la razón se encuentran
totalmente asociados a las capacidades para el pensamiento y el juicio
políticos y, asimismo, dicho ejercicio de la razón ayuda a sacar del
aislamiento a los individuos permitiendo formas de sociabilidad que prefiguran
el compromiso mutuo y la solidaridad cívica:
el ejercicio de la mentalidad
ampliada nos desvelaría la naturaleza del mundo en la medida en que se trata de
un mundo común y sería entonces la actividad más importante en la que se
produce este compartir-el-mundo-con-los-demás (CC: 221).
Ello requeriría aceptar y tener
una firme decisión por compartir el mundo con otros seres humanos en toda su
pluralidad, y el resultado sería la dignificación de la política y de la propia
humanidad en su pluralidad.
Libertad y responsabilidad
El ejercicio de la libertad
política, tal como fue comprendido y defendido por los autores republicanos de
las revoluciones de los siglos xvii y xviii, significaba la
capacidad para alzar la voz y ejercer el disenso ante los excesos tiránicos del
poder; la capacidad para mostrar las diferencias, para disentir y para
argumentar; para ejercer el juicio crítico frente al poder y no sujetarse a él
o no obedecer cuando el resultado es la injusticia o la coerción. Recordemos
que frente a las monarquías absolutas, la ilustración republicana proponía una
idea de libertad entendida como no sujeción a ninguna voluntad ajena a uno
mismo y no dominación (Skinner,
2008).
En una época de dictaduras y
totalitarismos, la filosofía de la responsabilidad de Arendt recupera lo mejor
de la tradición revolucionaria de los siglos xvii y xviii para
recordarnos que la responsabilidad política significa de manera muy relevante
que las sociedades no pierdan la capacidad humana para el ejercicio de la
libertad y la autonomía, alzando la voz y ejerciendo el disenso ante la
dominación ilegítima del poder político o social, que lleva a la violación de
los derechos. Una actitud de ciudadanía y vigilancia que se opone a las formas
de dominación y que actúa como parte sustantiva del cuidado y defensa de los
derechos y de las libertades.
En este sentido, siguiendo este
otro razonamiento del republicanismo arendtiano, la responsabilidad cívica en
sociedades democráticas debe implicar las capacidades políticas de los
ciudadanos para ejercer la libertad para mostrar las diferencias, para disentir,
para argumentar, para no sujetarse o no obedecer ante un poder político o
social tiránico cuyo resultado sea la injusticia, la violencia, la dominación,
el aplastamiento de los derechos de los demás o el daño (prud,
1964; ej,
1963). Si las democracias otorgan esos derechos a la libertad de expresión
y a la libre asociación no se puede renunciar al verdadero contenido de la
libertad y de la acción políticas, cuya naturaleza es el disenso por medio de
la razón y la argumentación, y particularmente, a partir de la modernidad,
cuando suceden violaciones a los derechos fundamentales.3
Asimismo, la filosofía ética de
Arendt se complementa con una teoría de la democracia que afirma la importancia
de los consensos en torno a las instituciones, derechos y procedimientos
democráticos que ayudan a salvaguardar la libertad y que son necesarios para
establecer límites a la política y a las derivaciones peligrosas en el
ejercicio de la acción y la libertad políticas: cultura de la legalidad,
división de poderes y contrapesos, estructura institucional democrática,
límites al poder, entre otros.
El resultado es una teoría ética
que busca los equilibrios entre la importancia de la afirmación y el cuidado de
la libertad —la cual conlleva espontaneidad y contingencia y que, por lo tanto,
necesita de un espacio sin determinismos—, pero también estableciendo y
respetando los límites constitucionales adecuados para preservar y cuidar de
los derechos y libertades que son los espacios que abren y cuidan la
posibilidad para el surgimiento de la acción y de la libertad política e
individual.
Por ello, esta salvaguarda,
tomando los elementos de la tradición republicana, implicaría aceptar los
límites y contenciones al poder tanto de un líder, caudillo o monarca,
como de una mayoría democrática. Significa una cultura societal convencida
respecto a los procedimientos y límites constitucionales que protegen los
derechos y las libertades, frente a cualquier forma de poder político o social
y frente a cualquier gobierno o movimiento político que atente contra ellas sea
éste de derechas o de izquierdas. De ahí la importancia de construir una
identidad democrática y republicana más allá de las diversas ideologías
políticas existentes.
Conclusiones (ajustes del blogger)
Las reflexiones teórico-políticas del republicanismo cívico de Hannah Arendt aportan importantes contribuciones para la reflexión normativa en torno a la construcción de democracias más sustantivas,
basadas en culturas con una ética cívica democrática republicana, deliberativa y asociativa
necesarias para la mejora de las democracias, en lo que corresponde al fortalecimiento de los regímenes constitucionales democráticos y la cultura de la legalidad
basada en el marco regulatorio de los derechos humanos para la convivencia.
La historia política de la democracia nos ha mostrado que su establecimiento
no garantiza su estabilidad y permanencia y
que ésta llega a caer si las condiciones políticas y culturales de la sociedad no la favorecen.
De ahí que esta reflexión sobre nuestra cultura ético-política
sea relevante para la construcción de las condiciones necesarias
para convertirnos en sociedades protectoras de derechos.
FORMA DE CITAR
Formato Documento Electrónico(APA)
Baños Poo, Jessica. (2013). Democracia y ética: el republicanismo cívico de Hannah Arendt. Estudios políticos (México), (30), 79-103. Recuperado en 27 de abril de 2023, de http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0185-16162013000300006&lng=es&tlng=es.
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