domingo, agosto 15, 2021

“El supuesto gen de nuestra violencia es un mito peligroso”

 


El psiquiatra Alberto Fergusson niega que exista un ADN que nos incline a la violencia y afirma que esa es una forma de “enmascarar” desigualdades socioeconómicas. / Foto: cortesía de la Universidad del Rosario


Colombia fue la admiración del mundo cuando se firmó el Acuerdo de Paz en 2016. Sin embargo, cuatro años y ocho meses después, las cifras de violencia contra los firmantes exguerrilleros, líderes y defensores son aterradoras: 1.116 líderes y defensores han sido asesinados desde la firma, 768 desde el inicio del actual Gobierno; hasta abril de este año, 289 excombatientes han muerto a manos de sicarios y se han presentado más de 200 masacres (Indepaz). Muy desalentador. ¿Estamos viendo solo las noticias fatales y no las positivas?

Desde el inicio de las conversaciones en La Habana, se empezó a utilizar una palabra un tanto desafortunada. Me refiero al llamado “posconflicto”. Uno puede entender en qué sentido se utilizaba el término, pero el mensaje que envió y la expectativa que creó fueron equivocados y contraproducentes: la guerra precisamente ocultaba los conflictos, las contradicciones, silenciaba a la gente y evitaba el desenvolvimiento natural del conflicto social, que es creativo, deseable y única fuente de los avances que requiere cualquier comunidad. El denominado estallido social, por ejemplo, la toma de las calles, la participación activa de la juventud era impensable, a mi juicio, sin tales acuerdos, por imperfectos que hayan sido y por más imperfecta, aún, que haya sido su implementación. Hay que aceptar, también, para comenzar por otro lado, que de una u otra forma, los acuerdos han sido de élites con muy escasa o nula participación de la ciudadanía. Faltan demasiados actores.

¿Significa que, aunque pretendiera lo opuesto, el Acuerdo de Paz exacerbó unas violencias?

Es duro pensarlo y decirlo, pero tiene uno, en ocasiones, la impresión de que uno de los factores de persistencia del conflicto han sido, precisa y paradójicamente, los múltiples procesos de paz que ha tenido el país en la medida en que, con ellos se logra que cuando la guerra se sale de sus “justas proporciones” —para usar un término conocido entre nosotros—, esta retorne a un nivel aparentemente tolerable. Con algunos ajustes baja la intensidad, y ello garantiza que la estructura básica de la sociedad que mantiene la guerra no se transforme. Un poco a la manera de otro de nuestros dichos populares, según el cual “se hacen algunos cambios para que nada cambie”.

La historia nacional parece estar marcada por guerras, conflictos prolongados y luchas criminales entre bandos de uno y otro lado. ¿Es cierto que en el ADN colombiano está el gen de la violencia? Si no, ¿por qué parece que, siglo tras siglo, solo resolvemos problemas personales y sociales mediante la liquidación del otro?

 Suscribo su afirmación agregando que no solo nuestra historia nacional sino la historia universal han estado marcadas por guerras, conflictos y luchas criminales entre bandos de uno y otro lado. Lo que sí es cierto, en particular en Colombia, es que se construyó el mito de que tenemos un supuesto ADN o un gen de violencia. A mi juicio, lo peligroso de ese mito, aparentemente inocente, es que al “biologizar” de esa manera las causas de la violencia, enmascaramos los factores socioeconómicos y políticos que la explican. Se llega, incluso, al punto de permitirse negar factores culturales y psicológicos que también, en parte, explican la violencia que usted describe. Insisto: intentar patologizar el comportamiento de los colombianos le resta legitimidad a muchos comportamientos. El hecho de que se trate de acciones un tanto desintegradas nos las vuelve patológicas.

Entonces, y volviendo a la idea de mi pregunta inicial, usted no ve nada positivo en el Acuerdo sino lo fatal; es decir, ¿fue un cambio cosmético para seguir en lo mismo o en algo peor por la violencia desatada que vino después, como se ve en las cifras?

Los diferentes procesos de paz, los cuales, en cierta forma, conforman uno solo y en especial el último, han permitido que evolucione parcialmente el conflicto social colombiano junto con su manifestación armada. Lo que falta es lo que denomino el “acuerdo final”, o sea, aquel que lleve a la clausura definitiva de la insurgencia armada en Colombia, aun en su forma de resistencia: que haga realmente innecesaria su existencia. Considero que tenemos suficientes lecciones aprendidas para lograrlo. Como decía, la clave está, quizás, en una participación ciudadana muchísimo más amplia e incluyente y que se acuerden e implementen las transformaciones mínimas que permitan el logro de ese objetivo.

Para hablar de hechos recientes, el paro nacional fue enfrentado con extrema violencia. Suelen suceder choques entre manifestantes y agentes de Policía en todas partes, pero aquí la intensidad de los ataques fue mucho más grave y prolongada: del 28 de abril al 28 de junio, 75 asesinatos, 83 víctimas de violencia ocular, 28 de violencia sexual, 1.468 de violencia física (Indepaz y Fundación Temblores). ¿Por qué si el país ha tenido avances en academia, desarrollo, infraestructura, leyes y derechos, no ha logrado ponerse al día en relaciones de respeto mutuo entre la autoridad y la ciudadanía?

Ese desfase que usted indica, ese desarrollo desigual, es típico, aunque señalado con menor frecuencia, precisamente en sociedades como la nuestra, en donde se han generado, más que en muchas otras, grados extremos de desigualdad. Las formas con las que en Colombia se han logrado abortar las oportunidades de progresar y realizar transformaciones profundas, infortunadamente, han sido bastante efectivas. Sin embargo, la represión sistemática de los intentos de cambios realmente progresistas no ha logrado impedir que, a través de unas rendijas, se vayan construyendo algunas experiencias en comunidades en donde prevalece el respeto mutuo entre la ciudadanía y las autoridades.

¿Por ejemplo, cuál?

Hay muchos ejemplos a lo largo y ancho del país, pero para verlos, entenderlos y aprender de ellos es necesario ir a lo local, a determinados barrios, cuadras, veredas, a algunas agrupaciones étnicas, religiosas, incluso de excombatientes. A veces da la impresión de que la nueva Colombia se está construyendo no por regiones sino por localidades.

Fuerzas especiales de Policía, particularmente el Esmad y el GOES (Grupos Operativos de Seguridad) tienen que encontrarse en espacios públicos con los ciudadanos que ejercen actividades civiles legales (concentraciones, conciertos, marchas, etc.). Por sus roles diferentes en la sociedad —los unos, vigilantes, y, los otros, vigilados—, ¿es improbable que se comprendan emocional y racionalmente o es posible, y dependiendo de cuáles factores?

Es por completo posible y deseable que se comprendan emocional y racionalmente. Lo extraño es que no haya ocurrido. En términos generales, los dos grupos confrontados son, de entrada, hermanos biológicos, psicológicos, sociales y culturales. El desafío que tenemos está en entender cuál es la distorsión que esos enfrentamientos generan: ¿qué permite que el estigma de vándalo o de policía le impida al otro ver al hermano, al ser humano que tiene en frente? La pregunta es quién, cómo y con qué intereses se construyen esos imaginarios en la mente de cada uno y se permite que se den semejantes errores de percepción. Sigue siendo cierto que, en este país, las discusiones de salón de las élites se traducen en muertos en las calles.

A ver si le comprendo: en su opinión, ¿policía y ciudadano agresivo (para no decir “vándalo”) han sido entrenados mentalmente —cada uno en su medio social— para no ver en el otro a un hermano sino a un enemigo?

Seguramente no se debe a un entrenamiento que, según usted lo menciona, da la impresión de ser calculado y deliberado. No se requiere dicho grado de propósito. Es suficiente con que se difunda, a través de múltiples medios, un tipo de cultura en el que, por ejemplo, cada vida tiene un valor diferente y en el que las relaciones humanas se dan entre rótulos y estigmas y no tanto entre las personas que están camufladas dentro de dichos estigmas.

¿Un joven que ha sufrido la muerte violenta de su hermano, u otro que ha perdido un ojo para siempre a la edad de veinte años, qué tipo de tratamiento psiquiátrico o psicológico requiere para poder seguir con su vida de una manera sana, mentalmente hablando, y para que no crezca en su interior un ser vengativo que termine cometiendo actos violentos en el futuro o que sea depresivo y frustrado?

Creo que pregunta qué podemos hacer los seres humanos ante ciertos dolores desgarradores y ciertas injusticias extremas. En otras palabras, qué podemos hacer ante lo intolerable. Comienzo comentándole que no he observado que lo más común sea que dichas víctimas se conviertan en seres vengativos, depresivos o frustrados. Si algo se observa en términos generales, y ello impacta positivamente en los testimonios y actitudes de esas víctimas, es una infinita capacidad de recuperarse, de rehacerse, en medio de los dolores más extremos e inimaginables. Precisamente, es notorio que aquellas personas que logran procesar esas situaciones son las que asumen el pleno liderazgo de su recuperación. Los demás podemos acompañarlas, pero nunca suplir el liderazgo del que sufre las cosas en carne propia.

Un uniformado del Estado que sea asignado a tareas antiterroristas debe ser entrenado con condiciones especiales: en estado de alerta, de identificación del “enemigo”, de reacción inmediata para reducir, al contrario, etc. ¿Ese entrenamiento físico y mental lo hace propenso a cometer actos arbitrarios o abusos de autoridad al ejercerla?

Aquí tampoco suele ocurrir lo que podríamos pensar. En términos generales y en su gran mayoría, ese entrenamiento no lleva a estas personas a cometer actos arbitrarios o de abuso. Si bien es admirable, como lo dijimos antes, la forma en la que aflora lo mejor de un ser humano en las víctimas de actos horrendos, no es menos cierto el evidente despliegue de profesionalismo de los uniformados del Estado —como usted los llama— en el ejercicio de sus funciones. Es cierto que algunos no logran dicha actitud, pero ni la observación corriente ni los estudios disponibles muestran que sean mayoría.

Sin embargo, consta, en decenas de videos, que la actitud violenta y casi de odio de los hombres de la Policía que confrontan a los manifestantes es una conducta tan generalizada, que preocupa, incluso, a la Alta Comisionada de Naciones Unidas para Derechos Humanos.

Por eso mencionaba la importancia de observar las actitudes en escenarios distintos al “campo de batalla”, en donde se enfrentan personas que se reconocen recíprocamente como tales. En dichos escenarios no suelen verse ni rastros de esas expresiones de odio.

¿Un excombatiente que fue guerrillero durante años y está en camino de reinserción social puede modificar su conducta violenta contra todos los que consideraba “enemigos”? ¿Cómo debe hacerse el tránsito de hombre armado a hombre pacífico y cuáles condiciones sociales serían necesarias para que tenga éxito en su nueva vida?

¿Por qué pensar que un guerrillero tiene necesariamente una conducta violenta? O que, en general, ¿un “hombre armado” se opone, por definición, a un hombre “pacífico”? Existen muchísimos hombres armados pacíficos tanto en las filas de la fuerza pública como en las guerrillas. Y, al contrario, también hay muchos seres humanos no armados profundamente violentos. Sería como pensar que un policía que se pensiona hace tránsito de violento, en cuanto armado, a pacífico, en cuanto no tiene armas. El tránsito de los excombatientes no es de lo violento a lo pacífico. Tampoco es preciso hablar de reinserción social, pues ello implicaría negar que la vida guerrillera tiene un entramado social profundo. Una escucha atenta a los excombatientes no deja duda acerca de lo que afirmo. Por lo anterior, me atrevo a contestar con algo de cinismo, diciendo que más que apoyo profesional, los excombatientes simplemente necesitan, para tener éxito en su nueva vida, que no los maten. El resto suelen lograrlo con sus propios medios.

Desde luego, usted es el experto. Pero creo algo diferente: aunque, claro, no se puede generalizar, la persona que porta armas suele tener gusto por ellas y la intención de usarlas contra alguien o algo. Y, del otro lado, los excombatientes, en mi modesto punto de vista, sí requieren de una sociedad que los incluya y no que los hostilice, además de sus deseos de integrarse.

En efecto, no tengo ninguna experiencia personal en portar armas, pero no he observado que aquellos que las portan sean siempre violentos en potencia o por definición. Lo que quiero decir es que no se debe patologizar al combatiente ni al excombatiente.

El país acaba de salir de un aislamiento prolongado y de un paro violento. Se abren las puertas de un primer encuentro deportivo (partido de fútbol) que se supone que es una reunión fraterna. Y de una vez, los hinchas de un equipo se lanzan a atacar, salvajemente, a los hinchas del contendor. ¿Por qué hasta en un estadio, en Colombia, lo primero que sale a flote es la violencia y el odio y no el deseo de competir para que gane el mejor, limpiamente?

El caso del fútbol es ilustrativo en el sentido de que existen múltiples estudios que muestran la violencia extrema que, en diferentes países, se ha generado a su alrededor. Es posible que el aislamiento prolongado sumado a todas las presiones que ha generado la pandemia añadan a los diversos factores que explican dichas explosiones de violencia. Pero no puede verse como su única explicación ni debería pensarse que se trata de un fenómeno exclusivamente colombiano.

Las víctimas del estadio salen golpeados y frustrados de esa instalación y, a dos cuadras, se convierten en victimarios: atacan con machetes y otros elementos corto punzantes a menores de 17 años, miembros de un equipo de boxeo por el “delito” de tener puestas camisetas verdes (las de los atacantes del estadio). ¿Qué sucede en la mente de unas personas que acaban de sufrir violencia, para pasar, en cuestión de minutos, a propinar violencia a otros más débiles?

Tal como lo insinúa, en cuestión de minutos nos pone en evidencia una dinámica que de manera más tortuosa y elaborada está presente, en toda su extensión, en el conflicto social y armado en Colombia: casi sin excepción, es evidente el tránsito y, en ocasiones, el ir y venir, entre la condición de víctima y la de victimario. Podría afirmarse que son etapas de un mismo proceso, proceso que, en ocasiones, se convierte en un círculo vicioso del que únicamente se sale cuando la persona lo pone en evidencia ante sí mismo. Es una encrucijada que solo sobrevive en la oscuridad. Al ser puesta en evidencia tiende a desaparecer.

Luego, ¿comisiones de la verdad como la que existe hoy en Colombia, más allá de la misma acción judicial, son, además de reparadoras, eficientes para disminuir actos violentos?

Sí creo. Cada día me convenzo más del enorme poder transformador que tiene la verdad, más aún si a ella se le añade al menos un intento de comprender o de entender no solo qué pasó, sino por qué pasó lo que pasó. El alcance de las comisiones de la verdad es enorme, pero hay que tener claro que aunque sus efectos transformadores son sólidos, se van dando lentamente, con el transcurso de años.

“No es cierto que haya divorcio entre policías y jóvenes manifestantes”

Después de la ola de confrontaciones violentas entre el Esmad y los participantes de las marchas, parece haber quedado una separación irreconciliable entre los de un lado y los del otro, lo que podría conducir a mayor violencia de ambos. Se ha dicho que se creó un abismo entre la Policía y los jóvenes manifestantes. Para usted, 1. ¿Esto es cierto? 2. ¿Es un divorcio que se puede reparar y mediante cuáles mecanismos?

Me atrevo a afirmar categóricamente que eso no es cierto o, al menos que se trataría, entonces, de un pseudodivorcio inducido desde afuera. No está en juego un deterioro interno de esas relaciones. Son las circunstancias externas las que llevaron a generar ese abismo que usted señala y el cual yo quisiera entender que es transitorio. En este sentido, he tenido la oportunidad de estar presente en algunos escenarios en los cuales miembros de la policía y jóvenes manifestantes han podido dialogar, mínimamente, en su rol de “las partes” que usted señala como protagonistas de dicho divorcio. En muy pocos minutos de conversación, en medio de la cual se reconocen como seres humanos detrás de los roles que asumieron en las calles, el pseudodivorcio se comienza a disolver. Entienden rápidamente que estaban inmersos en una especie de pelea ajena.

“El ‘castigo’ de la alcaldesa no logrará un cambio estructural en los hinchas”

La alcaldesa de Bogotá les impuso a los victimarios del estadio un año sin ingreso a ese lugar 1. Esa sanción ¿es útil para producir cambios permanentes de conducta? 2. ¿Debería aplicar la misma medida a las víctimas del estadio que se convirtieron en victimarios de unos niños?

No creo que genere un cambio de respuesta permanente: precisamente lleva a que persista el patrón y a que se mantenga y se retroalimente el círculo vicioso. Aún si se completa el círculo “castigando” a las víctimas, ahora transformadas en victimarios, no se estaría logrando un cambio estructural que ponga la confrontación, cualquiera que ella sea, en un nivel cualitativamente superior. Es un pequeño ejemplo de lo que a otro nivel ocurre en el conflicto armado colombiano.

La pregunta que flota en el ambiente colombiano con cada choque, ataque, agresión etc., día por día es ¿por qué Colombia es tan iracunda y por qué no aprende a manejar su ira?

Espero haber logrado poner en duda - a lo largo de esta entrevista - el autoestigma que alguna vez nos impusimos en el sentido de definirnos y reconocernos como iracundos e incapaces de manejar nuestra ira. La comprensión y la solución de nuestros dolores y de nuestros atrasos van por otro lado.

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Entrevista  de https://www.elespectador.com/colombia/el-supuesto-gen-de-nuestra-violencia-es-un-mito-peligroso/ 

7 ago. 2021 - 9:00 p. m.

“El supuesto gen de nuestra violencia es un mito peligroso”

Entrevista con el reconocido psiquiatra Alberto Fergusson, profesor del Centro de Estudios Psicosociales de la Universidad del Rosario y asesor del presidente de la Comisión de la Verdad, sobre la conducta iracunda que parece dominar las relaciones entre colombianos. Verdades polémicas.


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