Colombia fue la
admiración del mundo cuando se firmó el Acuerdo de Paz en 2016. Sin embargo,
cuatro años y ocho meses después, las cifras de violencia contra los firmantes
exguerrilleros, líderes y defensores son aterradoras: 1.116 líderes y
defensores han sido asesinados desde la firma, 768 desde el inicio del actual
Gobierno; hasta abril de este año, 289 excombatientes han muerto a manos de
sicarios y se han presentado más de 200 masacres (Indepaz). Muy desalentador.
¿Estamos viendo solo las noticias fatales y no las positivas?
Desde el inicio de
las conversaciones en La Habana, se empezó a utilizar una palabra un tanto
desafortunada. Me refiero al llamado “posconflicto”. Uno puede entender en qué
sentido se utilizaba el término, pero el mensaje que envió y la expectativa que
creó fueron equivocados y contraproducentes: la guerra precisamente ocultaba
los conflictos, las contradicciones, silenciaba a la gente y evitaba el
desenvolvimiento natural del conflicto social, que es creativo, deseable y
única fuente de los avances que requiere cualquier comunidad. El denominado
estallido social, por ejemplo, la toma de las calles, la participación activa
de la juventud era impensable, a mi juicio, sin tales acuerdos, por imperfectos
que hayan sido y por más imperfecta, aún, que haya sido su implementación. Hay
que aceptar, también, para comenzar por otro lado, que de una u otra forma, los
acuerdos han sido de élites con muy escasa o nula participación de la
ciudadanía. Faltan demasiados actores.
¿Significa que,
aunque pretendiera lo opuesto, el Acuerdo de Paz exacerbó unas violencias?
Es duro pensarlo y
decirlo, pero tiene uno, en ocasiones, la impresión de que uno de los factores
de persistencia del conflicto han sido, precisa y paradójicamente, los
múltiples procesos de paz que ha tenido el país en la medida en que, con ellos
se logra que cuando la guerra se sale de sus “justas proporciones” —para usar
un término conocido entre nosotros—, esta retorne a un nivel aparentemente
tolerable. Con algunos ajustes baja la intensidad, y ello garantiza que la
estructura básica de la sociedad que mantiene la guerra no se transforme. Un
poco a la manera de otro de nuestros dichos populares, según el cual “se hacen
algunos cambios para que nada cambie”.
La historia nacional
parece estar marcada por guerras, conflictos prolongados y luchas criminales
entre bandos de uno y otro lado. ¿Es cierto que en el ADN colombiano está el
gen de la violencia? Si no, ¿por qué parece que, siglo tras siglo, solo
resolvemos problemas personales y sociales mediante la liquidación del otro?
Entonces, y
volviendo a la idea de mi pregunta inicial, usted no ve nada positivo en el
Acuerdo sino lo fatal; es decir, ¿fue un cambio cosmético para seguir en lo
mismo o en algo peor por la violencia desatada que vino después, como se ve en
las cifras?
Los diferentes
procesos de paz, los cuales, en cierta forma, conforman uno solo y en especial
el último, han permitido que evolucione parcialmente el conflicto social
colombiano junto con su manifestación armada. Lo que falta es lo que denomino
el “acuerdo final”, o sea, aquel que lleve a la clausura definitiva de la
insurgencia armada en Colombia, aun en su forma de resistencia: que haga
realmente innecesaria su existencia. Considero que tenemos suficientes
lecciones aprendidas para lograrlo. Como decía, la clave está, quizás, en una
participación ciudadana muchísimo más amplia e incluyente y que se acuerden e
implementen las transformaciones mínimas que permitan el logro de ese objetivo.
Para hablar de
hechos recientes, el paro nacional fue enfrentado con extrema violencia. Suelen
suceder choques entre manifestantes y agentes de Policía en todas partes, pero
aquí la intensidad de los ataques fue mucho más grave y prolongada: del 28 de
abril al 28 de junio, 75 asesinatos, 83 víctimas de violencia ocular, 28 de
violencia sexual, 1.468 de violencia física (Indepaz y Fundación Temblores).
¿Por qué si el país ha tenido avances en academia, desarrollo, infraestructura,
leyes y derechos, no ha logrado ponerse al día en relaciones de respeto mutuo
entre la autoridad y la ciudadanía?
Ese desfase que
usted indica, ese desarrollo desigual, es típico, aunque señalado con menor
frecuencia, precisamente en sociedades como la nuestra, en donde se han
generado, más que en muchas otras, grados extremos de desigualdad. Las formas
con las que en Colombia se han logrado abortar las oportunidades de progresar y
realizar transformaciones profundas, infortunadamente, han sido bastante
efectivas. Sin embargo, la represión sistemática de los intentos de cambios
realmente progresistas no ha logrado impedir que, a través de unas rendijas, se
vayan construyendo algunas experiencias en comunidades en donde prevalece el
respeto mutuo entre la ciudadanía y las autoridades.
¿Por ejemplo, cuál?
Hay muchos ejemplos
a lo largo y ancho del país, pero para verlos, entenderlos y aprender de ellos
es necesario ir a lo local, a determinados barrios, cuadras, veredas, a algunas
agrupaciones étnicas, religiosas, incluso de excombatientes. A veces da la
impresión de que la nueva Colombia se está construyendo no por regiones sino
por localidades.
Fuerzas especiales
de Policía, particularmente el Esmad y el GOES (Grupos Operativos de Seguridad)
tienen que encontrarse en espacios públicos con los ciudadanos que ejercen
actividades civiles legales (concentraciones, conciertos, marchas, etc.). Por
sus roles diferentes en la sociedad —los unos, vigilantes, y, los otros,
vigilados—, ¿es improbable que se comprendan emocional y racionalmente o es
posible, y dependiendo de cuáles factores?
Es por completo
posible y deseable que se comprendan emocional y racionalmente. Lo extraño es
que no haya ocurrido. En términos generales, los dos grupos confrontados son,
de entrada, hermanos biológicos, psicológicos, sociales y culturales. El
desafío que tenemos está en entender cuál es la distorsión que esos
enfrentamientos generan: ¿qué permite que el estigma de vándalo o de policía le
impida al otro ver al hermano, al ser humano que tiene en frente? La pregunta
es quién, cómo y con qué intereses se construyen esos imaginarios en la mente
de cada uno y se permite que se den semejantes errores de percepción. Sigue
siendo cierto que, en este país, las discusiones de salón de las élites se
traducen en muertos en las calles.
A ver si le
comprendo: en su opinión, ¿policía y ciudadano agresivo (para no decir
“vándalo”) han sido entrenados mentalmente —cada uno en su medio social— para
no ver en el otro a un hermano sino a un enemigo?
Seguramente no se
debe a un entrenamiento que, según usted lo menciona, da la impresión de ser
calculado y deliberado. No se requiere dicho grado de propósito. Es suficiente
con que se difunda, a través de múltiples medios, un tipo de cultura en el que,
por ejemplo, cada vida tiene un valor diferente y en el que las relaciones
humanas se dan entre rótulos y estigmas y no tanto entre las personas que están
camufladas dentro de dichos estigmas.
¿Un joven que ha
sufrido la muerte violenta de su hermano, u otro que ha perdido un ojo para
siempre a la edad de veinte años, qué tipo de tratamiento psiquiátrico o psicológico
requiere para poder seguir con su vida de una manera sana, mentalmente
hablando, y para que no crezca en su interior un ser vengativo que termine
cometiendo actos violentos en el futuro o que sea depresivo y frustrado?
Creo que pregunta
qué podemos hacer los seres humanos ante ciertos dolores desgarradores y
ciertas injusticias extremas. En otras palabras, qué podemos hacer ante lo
intolerable. Comienzo comentándole que no he observado que lo más común sea que
dichas víctimas se conviertan en seres vengativos, depresivos o frustrados. Si
algo se observa en términos generales, y ello impacta positivamente en los
testimonios y actitudes de esas víctimas, es una infinita capacidad de
recuperarse, de rehacerse, en medio de los dolores más extremos e inimaginables.
Precisamente, es notorio que aquellas personas que logran procesar esas
situaciones son las que asumen el pleno liderazgo de su recuperación. Los demás
podemos acompañarlas, pero nunca suplir el liderazgo del que sufre las cosas en
carne propia.
Un uniformado del
Estado que sea asignado a tareas antiterroristas debe ser entrenado con
condiciones especiales: en estado de alerta, de identificación del “enemigo”,
de reacción inmediata para reducir, al contrario, etc. ¿Ese entrenamiento
físico y mental lo hace propenso a cometer actos arbitrarios o abusos de
autoridad al ejercerla?
Aquí tampoco suele
ocurrir lo que podríamos pensar. En términos generales y en su gran mayoría,
ese entrenamiento no lleva a estas personas a cometer actos arbitrarios o de
abuso. Si bien es admirable, como lo dijimos antes, la forma en la que aflora
lo mejor de un ser humano en las víctimas de actos horrendos, no es menos
cierto el evidente despliegue de profesionalismo de los uniformados del Estado
—como usted los llama— en el ejercicio de sus funciones. Es cierto que algunos
no logran dicha actitud, pero ni la observación corriente ni los estudios
disponibles muestran que sean mayoría.
Sin embargo,
consta, en decenas de videos, que la actitud violenta y casi de odio de los
hombres de la Policía que confrontan a los manifestantes es una conducta tan
generalizada, que preocupa, incluso, a la Alta Comisionada de Naciones Unidas
para Derechos Humanos.
Por eso mencionaba
la importancia de observar las actitudes en escenarios distintos al “campo de
batalla”, en donde se enfrentan personas que se reconocen recíprocamente como
tales. En dichos escenarios no suelen verse ni rastros de esas expresiones de
odio.
¿Un excombatiente
que fue guerrillero durante años y está en camino de reinserción social puede
modificar su conducta violenta contra todos los que consideraba “enemigos”?
¿Cómo debe hacerse el tránsito de hombre armado a hombre pacífico y cuáles
condiciones sociales serían necesarias para que tenga éxito en su nueva vida?
¿Por qué pensar que
un guerrillero tiene necesariamente una conducta violenta? O que, en general,
¿un “hombre armado” se opone, por definición, a un hombre “pacífico”? Existen
muchísimos hombres armados pacíficos tanto en las filas de la fuerza pública
como en las guerrillas. Y, al contrario, también hay muchos seres humanos no
armados profundamente violentos. Sería como pensar que un policía que se
pensiona hace tránsito de violento, en cuanto armado, a pacífico, en cuanto no
tiene armas. El tránsito de los excombatientes no es de lo violento a lo
pacífico. Tampoco es preciso hablar de reinserción social, pues ello implicaría
negar que la vida guerrillera tiene un entramado social profundo. Una escucha
atenta a los excombatientes no deja duda acerca de lo que afirmo. Por lo
anterior, me atrevo a contestar con algo de cinismo, diciendo que más que apoyo
profesional, los excombatientes simplemente necesitan, para tener éxito en su
nueva vida, que no los maten. El resto suelen lograrlo con sus propios medios.
Desde luego, usted
es el experto. Pero creo algo diferente: aunque, claro, no se puede
generalizar, la persona que porta armas suele tener gusto por ellas y la
intención de usarlas contra alguien o algo. Y, del otro lado, los
excombatientes, en mi modesto punto de vista, sí requieren de una sociedad que
los incluya y no que los hostilice, además de sus deseos de integrarse.
En efecto, no tengo
ninguna experiencia personal en portar armas, pero no he observado que aquellos
que las portan sean siempre violentos en potencia o por definición. Lo que
quiero decir es que no se debe patologizar al combatiente ni al excombatiente.
El país acaba de
salir de un aislamiento prolongado y de un paro violento. Se abren las puertas
de un primer encuentro deportivo (partido de fútbol) que se supone que es una
reunión fraterna. Y de una vez, los hinchas de un equipo se lanzan a atacar,
salvajemente, a los hinchas del contendor. ¿Por qué hasta en un estadio, en
Colombia, lo primero que sale a flote es la violencia y el odio y no el deseo
de competir para que gane el mejor, limpiamente?
El caso del fútbol
es ilustrativo en el sentido de que existen múltiples estudios que muestran la
violencia extrema que, en diferentes países, se ha generado a su alrededor. Es
posible que el aislamiento prolongado sumado a todas las presiones que ha
generado la pandemia añadan a los diversos factores que explican dichas
explosiones de violencia. Pero no puede verse como su única explicación ni
debería pensarse que se trata de un fenómeno exclusivamente colombiano.
Las víctimas del
estadio salen golpeados y frustrados de esa instalación y, a dos cuadras, se
convierten en victimarios: atacan con machetes y otros elementos corto
punzantes a menores de 17 años, miembros de un equipo de boxeo por el “delito”
de tener puestas camisetas verdes (las de los atacantes del estadio). ¿Qué
sucede en la mente de unas personas que acaban de sufrir violencia, para pasar,
en cuestión de minutos, a propinar violencia a otros más débiles?
Tal como lo
insinúa, en cuestión de minutos nos pone en evidencia una dinámica que de
manera más tortuosa y elaborada está presente, en toda su extensión, en el
conflicto social y armado en Colombia: casi sin excepción, es evidente el
tránsito y, en ocasiones, el ir y venir, entre la condición de víctima y la de
victimario. Podría afirmarse que son etapas de un mismo proceso, proceso que,
en ocasiones, se convierte en un círculo vicioso del que únicamente se sale
cuando la persona lo pone en evidencia ante sí mismo. Es una encrucijada que
solo sobrevive en la oscuridad. Al ser puesta en evidencia tiende a
desaparecer.
Luego, ¿comisiones
de la verdad como la que existe hoy en Colombia, más allá de la misma acción
judicial, son, además de reparadoras, eficientes para disminuir actos violentos?
Sí creo. Cada día
me convenzo más del enorme poder transformador que tiene la verdad, más aún si
a ella se le añade al menos un intento de comprender o de entender no solo qué
pasó, sino por qué pasó lo que pasó. El alcance de las comisiones de la verdad
es enorme, pero hay que tener claro que aunque sus efectos transformadores son
sólidos, se van dando lentamente, con el transcurso de años.
“No es cierto que
haya divorcio entre policías y jóvenes manifestantes”
Después de la ola
de confrontaciones violentas entre el Esmad y los participantes de las marchas,
parece haber quedado una separación irreconciliable entre los de un lado y los
del otro, lo que podría conducir a mayor violencia de ambos. Se ha dicho que se
creó un abismo entre la Policía y los jóvenes manifestantes. Para usted, 1.
¿Esto es cierto? 2. ¿Es un divorcio que se puede reparar y mediante cuáles
mecanismos?
Me atrevo a afirmar
categóricamente que eso no es cierto o, al menos que se trataría, entonces, de
un pseudodivorcio inducido desde afuera. No está en juego un deterioro interno
de esas relaciones. Son las circunstancias externas las que llevaron a generar
ese abismo que usted señala y el cual yo quisiera entender que es transitorio.
En este sentido, he tenido la oportunidad de estar presente en algunos
escenarios en los cuales miembros de la policía y jóvenes manifestantes han
podido dialogar, mínimamente, en su rol de “las partes” que usted señala como
protagonistas de dicho divorcio. En muy pocos minutos de conversación, en medio
de la cual se reconocen como seres humanos detrás de los roles que asumieron en
las calles, el pseudodivorcio se comienza a disolver. Entienden rápidamente que
estaban inmersos en una especie de pelea ajena.
“El ‘castigo’ de la
alcaldesa no logrará un cambio estructural en los hinchas”
La alcaldesa de
Bogotá les impuso a los victimarios del estadio un año sin ingreso a ese lugar
1. Esa sanción ¿es útil para producir cambios permanentes de conducta? 2.
¿Debería aplicar la misma medida a las víctimas del estadio que se convirtieron
en victimarios de unos niños?
No creo que genere
un cambio de respuesta permanente: precisamente lleva a que persista el patrón
y a que se mantenga y se retroalimente el círculo vicioso. Aún si se completa
el círculo “castigando” a las víctimas, ahora transformadas en victimarios, no
se estaría logrando un cambio estructural que ponga la confrontación,
cualquiera que ella sea, en un nivel cualitativamente superior. Es un pequeño
ejemplo de lo que a otro nivel ocurre en el conflicto armado colombiano.
La pregunta que
flota en el ambiente colombiano con cada choque, ataque, agresión etc., día por
día es ¿por qué Colombia es tan iracunda y por qué no aprende a manejar su ira?
Espero haber
logrado poner en duda - a lo largo de esta entrevista - el autoestigma que
alguna vez nos impusimos en el sentido de definirnos y reconocernos como
iracundos e incapaces de manejar nuestra ira. La comprensión y la solución de
nuestros dolores y de nuestros atrasos van por otro lado.
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